En la década de los veinte, se empezó a consolidar en Europa lo que llamamos arquitectura moderna. Esta forma de construcción del entorno habitable respondía —y aún lo hace hoy— a un mundo industrializado, donde el carácter del espacio no dependía de la ornamentación o de estilos historicistas, sino de su condición utilitaria e incluso mecánica.

Esto resultó en una arquitectura que aprovechó las tecnologías emergentes de producción de su tiempo para generar espacialidades más abiertas, inundadas de luz gracias al uso extensivo del vidrio, y construidas con sistemas estructurales ligeros y esbeltos.

Uno de los grandes maestros de esta corriente fue el arquitecto alemán Ludwig Mies van der Rohe. Sus obras emblemáticas, como el Pabellón Alemán —que diseñó para la Exposición Internacional de Barcelona en 1929— o la Villa Tugendhat —construida en la República Checa en 1930—, tenían una espacialidad continua, con ambientes apenas separados por muros sueltos.

Las fachadas completamente acristaladas de sus proyectos permitían, además, tener una relación visual franca con el exterior. En oposición a la arquitectura tradicional, fragmentada y opaca en ese momento, Mies van der Rohe inventó un espacio diáfano y fluido, atrapado entre los planos del suelo y del techo, delimitado por casi nada.

La herencia de este arquitecto es visible hoy en un sinnúmero de obras en todo el mundo, desde viviendas suburbanas hasta rascacielos; sin embargo, sorprende ver su legado en parajes tropicales de Colombia.
Arquitectura moderna en Anapoima
Esta casa en el municipio cundinamarqués de Anapoima, diseñada por el arquitecto Alberto Burckhardt en asocio con la arquitecta Carolina Echeverri y con la colaboración de Federico Rey —y construida por la firma Noah—, recoge los valores del trabajo de Mies van der Rohe y los reinterpreta para adaptarlos al trópico.

Esta residencia, con 600 metros cuadrados de área construida, es el resultado de un proceso en el que los arquitectos acompañaron al cliente desde la selección del lote hasta la culminación del proyecto. El lugar que se escogió es una colina con pendiente hacia un lago, con palmas nativas y vista hacia el paisaje montañoso de la región.

Como apuesta principal, los diseñadores aprovecharon la pendiente del lote para que la casa se comportara como mirador hacia el lago. Para lograrlo, dispusieron el programa de manera escalonada sobre el terreno, de tal modo que en el nivel superior se concentraran las áreas principales y debajo, las habitaciones secundarias y zonas técnicas.

Así, la casa aparece como una terraza cubierta por una serie de pérgolas, aleros y un techo plano flotante, apoyado en una estructura de acero. La ausencia de fachadas produce una espacialidad, en la que el interior se diluye en el exterior y hace posible disfrutar del clima cálido del lugar.

La madera de los techos aporta calidez al espacio, en tanto que la piedra sandstone, importada de Egipto y utilizada en los pisos de todas las estancias, le da un sentido de continuidad monolítica a la plataforma de la terraza. La transparencia lograda habla de una arquitectura que se construye con la menor cantidad de elementos posible, un sitio intermedio a la sombra para habitar con el viento.

El agua anima la vivencia de la casa. Un jardín acuático con muros sueltos de piedra define el acceso a la residencia, al tiempo que la piscina, paralela a la zona social, dibuja el horizonte. El lago, siempre presente en el panorama, sirve de primer plano para el paisaje que se contempla desde la sala y la alcoba principal.

Ramiro Olarte, responsable del paisajismo, dotó al jardín acuático de vegetación y lo diseñó en los exteriores como parte de la vegetación tropical del entorno, más como un matorral que como una propuesta geométrica, que se mezcla con las palmas nativas que atraviesan la terraza.

El diseño interior estuvo a cargo del estudio A2 Design, dirigido por Andrea Álvarez y María Andrea Vernaza. El uso de fibras tejidas, madera natural y tapicería en tonos claros hace que los objetos y el mobiliario —fabricado por la marca Lázara, de la arquitecta Helena Sáenz— establezcan un sentido de continuidad con la arquitectura de la casa. Todos los muebles y las piezas de diseño los elaboraron artesanos colombianos.

Con esta casa, los arquitectos proponen una espacialidad que remite a la obra de Mies van der Rohe, pero la contagia de una sensibilidad tropical. Los muros de piedra ónix, recurrentes en el trabajo del arquitecto alemán, aquí se transforman para darles espesor y rugosidad.

Las fachadas transparentes se tradujeron en la ausencia total de cerramientos, los planos de piso y cubierta se entendieron como una terraza de piedra, y un techo de madera se trató como un alero continuo para controlar la entrada del sol en la casa.

La condición industrial de la arquitectura de principios del siglo XX se repiensa aquí en función de procesos artesanales y materiales de procedencia natural. El proyecto se concibe como un espacio intermedio entre el adentro y el afuera, pero también entre la tradición moderna y la cultura local.
Cinco puntos para destacar
1. Los arquitectos intervinieron en la selección del lote para garantizar la integración entre el lugar y la arquitectura.
2. Todos los espacios de la casa están orientados hacia un lago, ubicado en la parte baja del terreno.
3. El programa se dispuso en dos niveles, de manera escalonada y descendente, para adaptar la construcción a la topografía inclinada del terreno.
4. La casa se concibió como una terraza abierta de 600 metros cuadrados, cubierta por una serie de techos de madera.
5. En la arquitectura del proyecto se recogen los valores de la arquitectura moderna de principios del siglo XX, para dotarla de una sensibilidad tropical y artesanal.